El día que perdí un pendiente (y encontré mi calma)

El día que perdí un pendiente (y encontré mi calma)

Hay una ley no escrita del universo: los pendientes se pierden cuando más los necesitas.
Nunca en casa, ni cuando haces limpieza general, ni cuando decides ordenar el joyero como si tuvieras la vida bajo control.
No.
Se pierden justo el día que te sientes un poco más tú.

Ese martes, que ya prometía ser largo, llevaba mis pendientes favoritos de Sibela, los Albo para ser exactas.  Medianos, blancos, con ese tipo de brillo que no grita, pero susurra que estás bien.
Eran mi amuleto para sobrevivir a reuniones, tráfico, mensajes sin contestar y cafés fríos.

Hasta que, entre el segundo semáforo y una llamada, sentí el vacío: el pendiente derecho ya no estaba.
Y en ese momento, algo en mí también se cayó al suelo.

Durante tres manzanas enteras lo busqué como quien busca una versión perdida de sí misma.
Nada.
Solo el reflejo de mi cara frustrada en los escaparates y una pregunta absurda:
¿puede una perder el equilibrio por algo tan pequeño?

La respuesta es sí.
Pero también puede encontrar otra cosa en su lugar.

Porque cuando dejé de buscar, cuando simplemente respiré, me di cuenta de que seguía brillando.
No tanto por el pendiente que faltaba, sino por el que quedaba.
Por la manera en la que decidí seguir caminando sin completarme del todo.

Esa tarde llegué a casa, dejé el pendiente que sobrevivió en una cajita de terciopelo —una de esas que guardo desde mis primeras joyas de Sibela Studio— y me preparé un té.
Y pensé que, tal vez, la calma también tiene reflejos.

Que las joyas que llevamos no siempre están hechas de plata o de oro, sino de los momentos que aprendemos a dejar ir sin perder brillo.

Desde entonces, cuando alguien me pregunta si encontré el pendiente, sonrío.
Porque sí, en cierto modo lo hice.
Lo encontré dentro de mí.

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